María del Rosario Guerra
Los anteriores ocho años fueron de tolerancia con el cultivo, la producción, el tráfico y el microtráfico de drogas. Con el apoyo de algunos líderes de opinión, quienes vendieron la idea de que este veneno era una opción válida y progresista de vida, el país terminó arrodillado ante un flagelo que ha hecho daño a todos durante décadas.
Fue tal la claudicación de Juan Manuel Santos y sus cómplices ante los carteles, que el narcotráfico incluso fue considerado un delito conexo al político. Las consecuencias de esto golpearon el corazón de nuestra sociedad: Colombia, además de productora de alucinógenos, se convirtió en una nación consumidora.
Hasta hoy, nuestros niños y jóvenes estaban a merced de los “jíbaros”, quienes blindados por un libre desarrollo de la personalidad que se ha malinterpretado y por la despenalización del porte de la dosis mínima, andaban de fiesta y enriqueciéndose en las calles de los barrios, en las puertas de las escuelas y en los alrededores de las universidades. Ciudadanos del Eje Cafetero me informaron que existían instituciones educativas en las que el “jíbaro” se sentaba en el aula de clases con sus eventuales clientes.
La edad de inicio de consumo ya está en los ocho años; casi el 20 por ciento de estudiantes en colegios han probado marihuana, cocaína, bazuco, éxtasis u otras sustancias; cuatro de cada diez universitarios reconocen haberse drogado. Las drogas destruyen familias y matan a los adictos. Hoy están matando a nuestros niños.
Por ello es total mi respaldo al Gobierno del presidente Iván Duque en la acertada decisión de atacar el narcomenudeo a través de la confiscación de cualquier dosis. La medida no pretende castigar a los adictos, busca enviar a la cárcel a los “jíbaros” y dejarles claro que no seguirán atentando contra la mente y el cuerpo de nuestros niños de manera impune y descarada.
De la mano de esta medida deben promoverse desde ahora políticas públicas de atención integral en salud para los adictos y fortalecimiento de los mecanismos de justicia contra los microtraficantes. Todos los colombianos debemos unirnos para respaldar a nuestro presidente, a la Policía Nacional, a la Fiscalía General de la Nación y a las autoridades locales para vencer a los microexpendedores y a los grandes capos.
El drama de las familias colombianas con hijos y nietos adictos a las drogas y “ollas” de expendio en las esquinas de sus casas solo terminará con ejercicios de autoridad como los que propone el presidente Duque. Los derechos de los menores de edad a una vida sana no pueden estar por debajo de quienes defienden las mal llamadas “drogas recreativas” o los intereses de los narcotraficantes que llevaron su negocio a los colegios del país.
La fiesta del “jíbaro” debe terminar.