María del Rosario Guerra
En nuestro Estado de Derecho es legítimo y permitido no estar de acuerdo con decisiones o manejos de las instituciones públicas, querer llamar la atención de las autoridades, y por supuesto buscar la forma de manifestarlo. Lo que está mal y sí es condenable es que algunos conviertan la protesta en un arma para intimidar, generar pánico y alterar el orden público, sin dimensionar las consecuencias de estas actuaciones irresponsables.
Nuestro país no ha sido ajeno a todo tipo de manifestaciones, desde las más tranquilas y pacíficas, hasta las más desordenadas y violentas; tanto que en algunos casos no solo se ha visto atacada la infraestructura de las instituciones sino la integridad física de los ciudadanos.
Prueba de lo anterior fueron las jornadas violentas que azotaron esta semana a la capital colombiana. La primera protagonizada por un grupo de transportadores que protestó en contra de la norma que suspende la licencia de conducción a quienes sean reincidentes en la comisión de infracciones de tránsito. En vez de haberse debatido las implicaciones de la ley con el Gobierno y el Congreso, en su momento, sorprende que se convoque a una manifestación, y que la persona que la convoca tenga su licencia de conducir vencida y cuatro multas vigentes que superan los 7 millones de pesos. Pero lo más curioso y preocupante es que en el país se protesté por hacer cumplir la ley.
A la afectación de la movilidad ciudadana por la falta de transporte, el bloqueo de vías y los ataques vandálicos a vehículos, se sumaron las protestas protagonizadas, durante cuatro días, por los estudiantes de las universidades Distrital y Pedagógica por la presunta corrupción en sus instituciones. Aplaudo por supuesto que no se tolere y se denuncie la corrupción en las instituciones educativas, ya que ellas deben ser ejemplo no sólo de calidad académica sino se referente ético y de pulcritud en el manejo de los recursos.
Pero es necesario mantener el equilibrio entre la libertad para protestar y el orden para hacerlo. Pero las cifras preocupan. En una semana el balance fue de 10 personas heridas, una de ellas de gravedad, 151 buses vandalizados, 55 con vidrios rotos y 40 con llantas pinchadas, un cajero destruido con explosivos, locales comerciales y edificaciones con daños en vidrios y puertas (aún por cuantificar), y la destrucción parcial del primer piso de las instalaciones del Icetex. Este último además fue saqueado por encapuchados.
Las imágenes del caos propiciado por algunos estudiantes son impactantes y en algunos casos difíciles de asimilar. Jóvenes armados con hachas, palos, piedras y explosivos improvisados atacando a la Policía y a las unidades del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) que intentaban repeler los ataques y agresiones en contra de los bienes públicos y de los ciudadanos.
No existe justificación para sabotear la normalidad y tranquilidad de toda una ciudad, ni para acabar con la infraestructura que con los impuestos de todos se ha construido para prestar un buen servicio. A los vándalos hay que judicializarlos y sancionarlos.
Defiendo el legítimo derecho a la protesta, el mismo que está consagrado en el artículo 37 de la Constitución, pero rechazo y condeno las vías de hecho para evadir la ley, en el caso de algunos transportadores, y para atentar contra la fuerza pública, los ciudadanos y las instituciones, como lo hicieron un puñado de estudiantes incitados por ideologías que promueven todas las formas de lucha para acabar con la democracia, el estado de derecho, por supuesto el orden.
Hago un llamado a los rectores de las universidades y a la comunidad educativa para abrir espacios de reflexión al interior de sus claustros sobre los temas que los inquietan, pero también para reafirmar los principios que rigen una sociedad civilizada, con derechos y deberes que cumplir. Con libertad y con orden.
Pido también al Gobierno del presidente Iván Duque no cerrar los ojos ante lo que está ocurriendo con todos estos movimientos en las universidades que buscan instigar a la violencia, generar animadversión en contra de nuestras Fuerzas Militares y de Policía, y generar sensación de desgobierno y de caos.
El país está cansado de verse afectado por estas protestas y preocupado de que los jóvenes pierdan su capacidad de reflexión y valoración del impacto de sus actuaciones.